Planificar sobre una ausencia imagino que no será fácil. En parte por que la otredad es aquello desconocido, que posee vestigios emparentados con el miedo y el dolor. Yo que siempre pensé en la muerte, que transpolé mi idea que en el cielo (egocéntrica, claro) no había canchas de fútbol, me comí una mano de frente. Fui a lo banal de pensarme vivo una vez muerto. Es decir, viviendo, pensaba en la muerte y en lo que prosigue, que los creyentes reconocen como reencarnación. Eso. Fui 50 pasos adelante. Y encontré que no tengo respuestas, que mi viejo no me puede contarme qué pasa allá, que lo idealizo comiendo asados, tomando vino, buscando ladrillos para armar una casa, pero la angustia genera una llama y tu cuerpo no es ignífugo. ¿Me explico? Hoy no le encuentro sentido a la muerte, ni a la intuición de lo que significa. Es mas, pasé a tenerle miedo y eso te paraliza. Uno la presencia la ameniza casi que con rutina, con un valor significativo bajo. Pensaba que debemos prepararnos para los momentos y vuelvo a ese juego de adelantarme a las jugadas. Será propio, entonces. Esa planificación casi obsesiva de la muerte no me sirvió para nada, porque sufro la ausencia mas profunda en cada lugar común. En cada gesto, en los repuestos de la maquina de afeitar que ya no me regala. Pero he perdido el llanto, lo neutralicé mentalmente y quizá apeló a inmolarme en estas líneas para llorarlo. Pero quién carajo dice que el luto interno te libera. Solo cumple cánones preexistentes y muere solo en eso. El flagelo pasa porque me llevé a la muerte a un sector que me atomizó de tal manera que me siento en un desequilibrio emocional que no admite concesiones. No quiero que llegue la navidad para saber que mi dolor será canalizado en el gesto simple que mi viejo me está mirando. Aquello que he banalizado, lo necesito de oxígeno.
El día que se murió papá, lo noté en el rostro de mi esposa. Hubo un gesto, un quedo, una señal que me hizo complicado el trayecto de mi casa al hospital. Creo que allí comenzó la tarea de convencimiento en esas cuadras oscuras que fui atravesando. Es más, en un camino de rutina, me perdí. Ya era tarde, claro, aunque no tenía la certeza que finalmente me generaría ese frío cala huesos. Pero yo lo ví en ese rostro, aunque mi esposa no tenía ningún tipo de noticia, solo le habían comentado de una descompensación. Dicen que dije, "la concha de su madre, papá" previo golpe al volante. Yo no lo recuerdo. Como tampoco recuerdo cómo ingresé a ese cuarto para encontrarme con las últimas imágenes de mi viejo.
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